Museo Histórico de la Universidad: un viaje de 400 años
Cuando en 1613 la Orden de los Jesuitas decidió fundar en Córdoba el Colegio Máximo, que luego dio paso a la Universidad, no sólo estaban poniendo la piedra fundamental de un estilo y una tradición de educación. Tampoco cuando emprendieron, en 1640, la construcción de la Iglesia de la Compañía de Jesús. En realidad, estaban fortaleciendo las bases de la capital de su propio estado, la Provincia de la Paracuaria, un extenso dominio que en el siglo XVII incluía territorios que hoy forman parte de la Argentina, Uruguay, Paraguay, Chile, así como parte de Bolivia y Brasil. La elección de este enclave mediterráneo respondió a su ubicación estratégica y las posibilidades de acceso que ofrecía a las misiones jesuíticas.
Esta historia, y todas las que se anudan en torno al Museo Histórico de la Universidad Nacional de Córdoba –Patrimonio de la Humanidad- intentan rescatar una relación hoy invisible a los ojos de los transeúntes que pasan frente al antiguo rectorado de la Universidad sin percatarse de que tras esas gruesas puertas de madera, descansa parte de la historia de Córdoba y de Argentina, en definitiva, parte de su propia historia.
Es que la Iglesia de la Compañía de Jesús, la Capilla Doméstica, el Salón de Grados, la Librería Jesuítica y las colecciones especiales son a la vez patrimonio y testimonio de un pasado arquitectónico y cultural en el que se entrelazan la historia de la Orden de los Jesuitas, de la Universidad, la provincia y el país. Patrimonio que es también excusa para contar ese relato anclado en libros, arquitecturas, y estilos que se actualizan permanentemente en el discurso de cada uno de los guías, de diferentes maneras.
Es que no es fácil contar una historia de casi 400 años sin referenciarla a espacios y objetos, así como adecuar el relato según el público que se tiene en frente.
Pero los guías hacen el esfuerzo e intentan contar esa historia abordando todo lo que todavía está allí, material o inmaterialmente, e incluso lo que –por distintas razones- no permanece resguardado entre los muros. Lo que se conserva, como el púlpito tallado en cedro paraguayo y dorado a la hoja, y lo que fue sacado: el altar de estilo barroco que ahora reside en la Iglesia de Santo Domingo a tres cuadras de la Compañía de Jesús. Lo que se destruyó y fue restaurado, el Salón de Grados. Lo que permanece aún con las adecuaciones introducidas por quienes pasaron como la María Magdalena del aguamanil, tallado en piedra sapo, a la que los sacerdotes franciscanos cubrieron los hombros. Lo que se ve y lo que no, tienen un pasado de marchas y contramarchas.
Más allá de los objetos
En el Museo Histórico no abundan las vitrinas abarrotadas de objetos. Es un espacio donde las paredes y los techos hablan y nos cuentan distintas historias: la de los constructores, la de los evangelizadores, la de quienes se hicieron cargo tras la expulsión de los jesuitas, la de quienes rendían sus tesis doctorales en un salón que otros destruyeron reclamando una Universidad más democrática y con mayor calidad académica, durante la Reforma Universitaria de 1918.
La historia, también, de quienes forjaron la Patria grande, la de los manuales, los protagonistas del 9 de julio y del 25 de mayo (Juan José Paso, Manuel Alberti y Juan José Castelli), pero también de quienes marcaron un rumbo en la cultura local (Leopoldo Lugones), quienes signaron la historia de países vecinos como el Paraguay (José Gaspar Rodríguez de Francia quien se hacía llamar “el dictador supremo”), y quienes contribuyeron a normar nuestro Estado de derecho (Dalmacio Vélez Sársfield). Todos ellos pasaron por las aulas del Colegio Nacional de Monserrat o de la Universidad, y permanecen allí, inscriptos en el ADN de este museo, esperando que algún guía los vuelva a la vida, al recordar sus logros o sus sinsabores.
La historia detrás de los libros
Pero ese relato histórico, cultural, arquitectónico y político, quedaría incompleto si no se recurriese al pasado de los libros que conforman la colección de la Librería Jesuítica, en otras épocas denominada Librería Grande o Mayor. Es decir, recurrir a esos ejemplares, no por los conocimientos que transmiten, sino por el relato que los trasciende, por la historia que se teje en torno al libro en sí.
Se dice que durante los siglos XVI, XVII y XVIII la Orden Jesuítica trajo de Europa unos 10 mil volúmenes, de los cuales se conserva poco más de una cuarta parte (alrededor de 2.600 ejemplares). ¿Por qué? Tras la expulsión de los jesuitas en 1767, la librería se disgregó y en 1810 parte de ella fue llevada a Buenos Aires para fundar la Biblioteca Pública, esto es, la actual Biblioteca Nacional. Esos tomos retornaron a Córdoba entre marzo y diciembre de 2000. En total, la Biblioteca Nacional – a través de un decreto presidencial-, restituyó a la Universidad 518 piezas bibliográficas.
Y entonces, así como la arquitectura habla de la historia de los orígenes, de la obra de los jesuitas, los libros ofrecen pistas sobre los motivos que pudieron haber llevado a la expulsión de la Orden, ya que además de haber alcanzado un gran poder económico y político, infundían ideas poco favorables a los intereses de la colonia española.
Tal es el caso del libro del filósofo escolástico Francisco Suárez, un jesuita español, que en su obra “Tractatus de legibus ac Deo legislatore” (Tratado de las leyes y de Dios legislador), postula que el poder pertenecía a Dios, pero que éste no descendía en un rey o reina –como se proclamaba en aquella época-, sino que el poder de Dios pertenecía a toda la humanidad.
Al enseñar estas ideas los jesuitas estaban cuestionando el poder divino del rey en las colonias, por lo que es fácil deducir la razón que llevó a Carlos III a expulsarlos, no sólo de los territorios americanos, sino también del reino de España y de Filipinas.
En definitiva, no hay manera de comprender las revueltas independentistas que los criollos -educados por los jesuitas-, organizaron en toda América Latina, ni a los intelectuales que forjaron los estados nacionales americanos, desconociendo este tipo de influencias. Tampoco de comprender quienes somos como sociedad y de dónde venimos, sin visitar este museo que alberga, en un pedacito de mármol, madera o papel, en una historia, todas las historias.
Entre sus colecciones el Museo alberga dos donaciones de sumo su valor histórico y patrimonial. Una es la colección de incunables cedida en 2001 por el Dr. Enrique Ferrer Vieyra. La otra, una colección de cartografía latinoamericana legada a la Universidad por Carmen y Hugo Juri (ex rector de la UNC) en 2010.
La primera reúne, 40 incunables -los libros más antiguos en la historia de la imprenta, impresos con caracteres móviles y de un solo lado de la página. En ellos las primeras letras eran góticas y hechas a mano. También incluye textos elzevirianos (deben su nombre a la tipografía con que fueron impresos), así como obras filosóficas y de derecho canónico, muchas de ellas prohibidas por la Inquisición.
La colección de cartografía, en tanto, exhibe mapas, grabados, artículos y libros de los siglos XVI al XX. Se trata de 300 piezas originales, algunas de ellas producidas por miembros de la Orden Jesuítica.
Horario de atención: martes a domingos de 9 a 13 y de 16 a 20.
Visitas guiadas: por la mañana a las 10 y a las 11; por la tarde a las 17 y 18 horas.
Entrada general $10. Estudiantes, docentes y no docentes de la UNC sin cargo.
Por Mariana Mendoza | mmendoza@comunicacion.unc.edu.ar
Esta entrada no tiene categorías.Fecha de publicación: 27 marzo, 2012