El museo como campo de batalla

Por Celina Hafford
Mgter. en Museología
Directora de los Museos de Arte Religioso de la Municipalidad de Córdoba

Entendemos al museo como una institución natural de la sociedad. Del mismo modo que consideramos que la escuela enseña, el hospital sana y la policía protege, adjudicamos ingenuamente al museo la conservación de la memoria de los pueblos, como si la memoria fuera única, uniforme, común a todos los miembros de una comunidad.

Muy por el contrario, el patrimonio y la memoria, o mejor aun referenciándolos en plural: los patrimonios y las memorias, son materia de disputas. Y el museo, como espacio de representación, como lugar de legitimación de repertorios simbólicos, se convierte en campo de batalla.

Es que el nacimiento del museo, tal como lo conocemos hoy, corresponde al surgimiento de los Estados Nación. Tenía por objetivo enaltecer las glorias de la Patria y brindar una nociónde unidad a la diversidad cultural que convivía en un territorio determinado. Así nació el sentido del ser nacional y los rasgos de identidad que nos consolidan bajo la idea de una comunidad homogénea. Esta condición que pone en valor determinados rasgos –a veces hasta convertirlos en estereotipos románticos–, suprime otros y anula la visibilidad de las tensiones propias que siguen presentes en el territorio.

En contraposición a lo social que, como organismo vivo, se transforma y opera sobre las prácticas cotidianas, el  museo se presentaba como escenario de lo permanente y, por lo tanto, de lo verdadero. En el contexto del museo, las colecciones reunidas son un recorte de la realidad, particulares representando lo universal, habitando poéticamente, dando una visión de “otros” de otras culturas u otras épocas.

Esa visión, que se vuelve tangible en la exposición, es una interpretación desde el hoy, fundada en documentos y testimonios, pero también en juicios y prejuicios, en valores y valoraciones propios de nuestro paisaje cultural presente, tanto individual como colectivo.

En la exposición se les adjudica un decir a aquellos hombres y mujeres que forman parte de la trama social, cultural, política, económica y simbólica asociada a los objetos exhibidos en las vitrinas. No es una voz propia, es una voz prestada.  La construcción del “otro” es siempre una afirmación incómoda.

Desde 1970 las corrientes de la Nueva Museología, Museología Crítica y las museologías emancipadoras vienen reflexionando y planteando alternativas a este dilema ético. Simultáneamente, nuevos actores sociales –pueblos originarios, minorías de género, etcétera– reclaman la incorporación de sus memorias comunitarias particulares en las grandes narrativas nacionales. Se suman al museo las expresiones en voz propia, que interactúan en un diálogo de saberes entre pares, así como con expertos e intelectuales. Nuevas ideas entran en tensión. Se enriquecen los discursos. Se amplía el tamaño del mundo conocido.

Si como dice Rodolfo Kusch, el sentido de la cultura es brindarnos un repertorio simbólico y una opción ética propia que referencia un domicilio existencial de modo tal de no quedar demasiado desnudos ni desvalidos en el mundo, deberíamos entonces cuestionarnos: ¿de qué modo el museo como institución heredada (decimonónica y europea), limita o favorece la participación en la construcción de nuevos sentidos? ¿Podemos pensar un museo que se adecue a nuestro propio paisaje cultural latinoamericano? ¿Cuáles son los ecos que deberían estar replicando los museos cordobeses?

Quizás valga recordar un breve texto de Jorge Luis Borges en el que describe, con la elocuencia que lo caracteriza, la consciencia precisa del momento:
“A unos trescientos o cuatrocientos metros de la Pirámide me incliné, tomé un puñado de arena, lo dejé caer silenciosamente un poco más lejos y dije en voz baja: Estoy modificando el Sahara. El hecho era mínimo, pero las no ingeniosas palabras eran exactas y pensé que había sido necesaria toda mi vida para que yo pudiera decirlas.”

El museo es un cuerpo colectivo. No tiene voz propia. Cada época, con sus propios errores y virtudes, le adjudica un decir. No ha llegado el momento que, como institución, se adelante al espíritu de su tiempo. Sin embargo, quizás sea suficiente con que no permanezca en silencio ni indiferente ante las transformaciones sociales, las nuevas luchas y las exigidas reivindicaciones.

El museo es un ámbito político y poético, y como tal debe asumir la responsabilidad de ser un portavoz crítico de las discusiones y demandas de su contexto. Tiene a favor ser un lugar seguro para tratar temas inseguros. Es un punto de encuentro, foro de debate, escenario para la construcción de sentidos. En un proceso de decolonización del pensamiento y del saber, el museo debe ser un facilitador para construir con otros una voz cada vez más plural, más polifónica y, por lo tanto, más justa.

Celina Hafford es magister en Museología. Actualmente es directora de los Museos de Arte Religioso de la Municipalidad de Córdoba (Museo de Arte Religioso Juan de Tejeda y Museo San Alberto). Es, además, asesora del Museo de Sitio Cripta Jesuítica (Córdoba). Es miembro de la Comisión Directiva de ICOM Argentina (2016-2019) y docente de posgrado y programas de especialización en museología y patrimonio de las universidades nacionales de Córdoba y del Litoral, y de la Universidad Blas Pascal.