Muertes legítimas e ilegítimas: del problema de inseguridad al ajuste de cuentas

Por Eloísa Oliva
Redactora UNCiencia
Prosecretaría de Comunicación Institucional – UNC
eloisa.oliva@unc.edu.ar

Natalia Bermúdez investiga, hace diez años, redes de relaciones familiares, sociales y políticas vinculadas a muertes en contextos de violencia en barrios de sectores populares de la ciudad de Córdoba. Con su equipo, trabaja en Villa El Libertador, Villa El Nailon, Villa La Tela, barrio Alberdi y localidades como Capilla del Monte y Río Tercero, entre otros.

En el último tiempo, se abocó a observar las jerarquías sociales que se generaban en relación a esas muertes, cómo algunas eran más o menos legítimas, cómo buscaban ser posicionadas –en el marco de un contexto político, social y cultural ligado a transformaciones urbanas en el país y en Córdoba– en el “problema de la inseguridad”.

La investigadora relata que frente a la muerte violenta de un joven procedente de sectores populares, los familiares tienen que hacer todo un trabajo simbólico para defender al muerto, algo que no se da a priori en otras clases sociales.

Para los sectores populares el acceso a la Justicia es sumamente intrincado, por cuestiones económicas y también educativas (muchos de esos familiares no saben leer). Y a eso se suma el conflicto de los términos morales, que son “muy importantes, porque para la Justicia también lo son”, explica Bermúdez. Por eso deben apelar al convencimiento de que ese joven muerto “era bueno, trabajador, de buen corazón”. Deben salir a defender quién era y evitar contar lo que vulnere esa identidad.

Bermúdez estudia el caso de una asociación de padres que reclaman justicia para sus hijos. Esta organización surgió por la acción de un padre cuyo hijo falleció tras recibir un disparo en la puerta su casa. “Esa muerte se erigió como ejemplar y como punto de partida de la comparación moral”, señala. El padre, nominado ficcionalmente como “José”, comenzó a organizar marchas para “limpiar el nombre de su hijo”, porque los diarios habían presentado el hecho como un “ajuste de cuentas”.

Según registros de campo de la investigadora, José sostenía:  “Acá es Villa Libertador, o sea ajuste de cuentas, claro, negros. Si mi hijo hubiera sido rubio o vivido en otro barrio, la policía y los medios no hubiesen dicho ‘ajuste de cuentas’, sino que todos se hubieran preocupado por la inseguridad”.

Para Bermúdez, a pesar de esas dificultades, en estos casos las muertes encuadradas como consecuencia del problema de la inseguridad tuvieron mayor legitimidad para poder reclamar. “Las familias encontraron que si iban por ese lado, el gobierno las podía atender”, indica la especialista. En este sentido, pertenecer a la asociación garantizó a los familiares un espacio desde donde legitimar su pelea por justicia, haciéndolo desde un lugar socialmente validado, al plantear a ese muerto como una víctima de la inseguridad y diferenciándolo de otros posibles conflictos barriales.

Bermúdez plantea que esta clasificación fue necesariamente “delimitando una serie de fronteras y jerarquizaciones morales y simbólicas, dispuestas para todos los casos que pretendieran adherirse a la asociación”. En esa línea, agrega que, en tanto imperativo moral, “excluía aquellas muertes en las que se ponía en duda la reputación del muerto. Es decir, muertes consideradas como ajustes de cuentas o por donde la droga estuviera involucrada”. En estos últimos casos, los familiares quedaban en una posición  dudosa o en tensión, incluso de sospecha.

Esos límites de inclusión y exclusión sirvieron como escalas morales útiles para marcar la diferencia y delimitar de modo claro los lugares de víctimas y victimarios. Bermúdez explica que “la eficacia para que el problema de la inseguridad se tornara en un fundamento de adhesión política recayó justamente en la potencialidad de crear y reforzar las divisiones sociales, espaciales y simbólicas entre víctimas y supuestos / potenciales / posibles victimarios y sus familiares”.

Tránsitos institucionales

Sin embargo, la investigadora destaca que esas escalas morales exceden las regulaciones propias de las comunidades y están fundadas en un contexto más amplio social, cultural y político, que impregna también a instituciones como la Justicia. Lo ejemplifica con el relato de un juicio oral: “En el transcurso del juicio, y en consonancia con lo que en ese ámbito se consideran pruebas, fueron sopesadas las reputaciones de víctima y victimario. Que la víctima tuviera un trabajo estable, hijos reconocidos, secundario completo y no tuviera antecedentes, sin duda fueron características altamente valoradas y resaltadas por abogados y fiscales”.

El agresor, en cambio, no había reconocido a sus hijos porque no tenían su apellido (respondía a una imposibilidad, ya que estaba detenido al momento de su nacimiento), no recordaba el nombre de su supuesto patrón y tenía antecedentes penales. “Las reputaciones morales, tanto del muerto como de quien supuestamente le dio muerte, residieron en la valoración por parte de los funcionarios judiciales del tránsito previsible de una persona por una serie de instituciones (escuela, familia, trabajo), así como la posibilidad de validación y demostración a través de certificados, trámites y documentos”, resume Bermúdez.

El espacio del reclamo

En su análisis, Bermúdez no deja de lado los conflictos vecinales y familiares que estas clasificaciones y principios de adhesión a la asociación trajeron aparejados. Por un lado, porque siempre las familias que reclamaban se encontraban ligadas a alguna persona cuestionable en términos de esas normativas morales que marcaban la inclusión o exclusión. Es decir, no existía tal pureza que pudiera diferenciar y aislar del resto de sus vecinos  a los familiares de las víctimas. Por otro, porque no solo se cuestionaban las reputaciones de los muertos, sino que ese cuestionamiento se extendía a los vivos, especialmente a las madres, supuestas garantes de la moralidad y el buen comportamiento de sus hijos.

También analizó el modo en que este esfuerzo por encuadrar las muertes en el llamado “problema de la inseguridad” entró en tensión con el rol de los lazos familiares y los fundamentos de los derechos humanos como espacio desde donde erigir los reclamos. La investigadora resalta que el corrimiento del planteo en el fundamento de los derechos humanos fue, en parte, “porque los consideraron lejanos o propios de grupos ligados a las víctimas de la dictadura, o bien porque los derechos se pretenden universales e igualitarios, y buscan otorgar paridad a lo que aquí intenta ser diferenciado”.

Sin embargo, los reclamos basados en los lazos de sangre, se sostuvieron como válidos para aquellos casos en los que la moralidad del muerto era puesta en tensión, encontrando en ese lazo “un posicionamiento desinteresado e inherente al vínculo”, formulado de modo ejemplar en la expresión “las madres son las madres”. 

Fue entonces la voluntad de diferenciar moralmente a un muerto del otro, de volverlo más legítimo a los ojos de la sociedad y la Justicia –y no las nociones de si esas muertes eran justas o no– lo que motivó a los familiares a intentar enmarcar a su muerto como una víctima de la inseguridad.

“Podría pensarse que el problema de la inseguridad, y sus apropiaciones locales, consigue dividir y separar aquello que en la densa trama de las relaciones sociales aparece superpuesto y entrelazado”, puntualiza la investigadora. Y agrega: “Otra lectura podría recaer en el análisis del paso de lo político a lo vecinal y familiar, como una involución de esa politización o una despolitización que quedaría ceñida a las esferas más privadas o menos organizadas de la vida social, lo cual restringiría el acceso a la justicia y a organizaciones especializadas de esos familiares de víctimas”.

Equipo de investigación
Nombre | Núcleo de Estudios sobre violencias, muerte y políticas
Director | Natalia Bermúdez
Codirectora | María Elena Previtali
Pertenencia institucional | Instituto de Antropología de Córdoba – UNC Conicet.
Integrantes | Marina Liberatori, Cecilia Sotomayor, Ayelén Koopmann, Raquel Queiroz, Victoria Murphy, Agustín Villarreal, Evelin Muñoz, Nicolás Cabrera, Agustina Ramos Otero, Mauro Fernández, Fernanda Caminos, Manuela Pino Villar, Rosa Quiroga, Sofía Vitorelli.
Territorios sobre los que trabajan | Villa El Libertador, Villa El Nailon, Villa La Tela, Barrio Alberdi, Capilla del Monte, Río Tercero, entre otros.
Publicaciones científicas
Bermúdez, Natalia “Algo habrán hecho”… Un análisis sobre las disputas morales en el acceso a la condición de familiar en casos de muertes violentas. (Córdoba, Argentina). Revista Antípoda, revista de antropología y arqueología,Universidad de los Andes, Colombia, No. 25 · Bogotá, mayo-agosto 2016. ISSN 2011-4273, pp. 59-73.
Bermúdez, Natalia (2015) Etnografía de una muerte no denunciada. Justicias y valores locales en una villa de la ciudad de Córdoba. En Revista Dilemas. Revista de estudos de conflicto e controle social. Publicação trimestral do Núcleo de Estudos da Cidadania, Conflito e Violência Urbana (Necvu) do Instituto de Filosofia e Ciências Sociais (IFCS) da Universidade Federal do Rio de Janeiro (UFRJ) e do Programa de Pós-Graduação em Sociologia e Antropologia (PPGSA) do IFCS/UFRJ. ISSN 1983-5922. Vol. 8 – Nº 3 – pp. 455-472.

El problema de la inseguridad

“Los medios masivos contribuyeron al afianzamiento de esta cuestión, centralizando su preocupación en el reclamo de ‘mayor seguridad’ de los sectores medios y altos”, relata la investigadora. Y destaca: “El discurso sobre la seguridad urbana, formulada en términos de razón de Estado, definió la clave de lectura en torno a la violencia, ocluyendo así simultáneamente el cuestionamiento a la expansión del poder policial y los abusos y arbitrariedades que de él resultan”. 

Centrándose en el caso de Córdoba, Bermúdez resalta que las últimas gestiones gubernamentales propusieron “un proyecto más amplio que pretendía la modernización del Estado, en el que uno de los andamiajes centrales apuntó a la noción de seguridad pública”. Y explica que las políticas de seguridad en la provincia “se concibieron sobre una serie de eslabonamientos: la relocalización de gran parte de las villas hacia las periferias de la ciudad, control y represión policial de esos sectores y de los barrios empobrecidos y detenciones arbitrarias amparadas en el Código de Faltas”.

Según apunta Bermúdez, “la reconfiguración territorial profundizó mucho más la desconexión entre clases sociales”. Mucha de la gente relocalizada trabajaba en los barrios aledaños a sus hogares, y tras ser relocalizados esos contactos se fueron perdiendo. “Entonces hay que volver a generarlos y son cada vez más difíciles porque hay una fuerte estigmatización”.

Después de la huelga policial de diciembre de 2013, la investigadora sostiene que “fue muy duro reconstruir las relaciones interbarriales”, y que el conflicto desatado “lejos de ayudar a reconstruir los lazos interclase social, los destruyó”.

“Ponerse en el lugar del otro”

Bermúdez lo explica de este modo: “Acompañamos a los jóvenes, a las familias, estando allí, en la cotidianeidad. Hay que poner mucho el cuerpo, formar parte de las relaciones que se tejen allí. Muchas veces sos elegida para ser madrina de alguien, o alguna vecina te cierra la puerta porque no quiere hablar. Uno forma parte de esas relaciones y eso implica fundamentalmente una estrategia, que es la reflexiva”.

Esto implica poner en suspenso los propios valores, que tienen que ver con la clase social, el género, la formación, la generación. “Tenemos que poner nuestros valores en tensión y romperlos para poder descubrir los del otro. Es todo un trabajo, de permanente cuestionamiento, tratando de pensar que uno no es mejor que el otro sino que somos distintos y, con ese precepto, uno está mucho más abierto a descubrir otras formas”.

Para ella, lo que más les cuesta, en general, es la violencia. “Todos la vemos de manera negativa, porque tiene una fuerte carga moral. Pero entonces, de la mano de un autor que es muy importante para nosotros (Norbert Elias) nos preguntamos históricamente lo contrario. Así, vemos cómo nuestras sociedades son mucho más pacificadas que las anteriores, y que nuestro rechazo sobre la categoría violencia es justamente la demostración del éxito de esta pacificación”, sostiene la especialista.

“A partir de ahí es que tratamos de entender que la violencia es una forma más de regular los intercambios sociales. Por supuesto reconocemos que es autodestructiva, los jóvenes con los que trabajamos tienen otras concepciones de vida y de muerte. Aunque también hay que pensar por qué han constituido sus identidades en esos términos: de alta demostración de masculinidad, también con valores de ascenso social, solamente que con posibilidades bien diferentes a otras clases. No lo pueden hacer a través de un auto, pero sí a través de una motocicleta, un auto robado, unas zapatillas, o la compra de boletos para ir a los bailes los fines de semana. Hay otras formas de construcción de honores, de masculinidades y de prestigio”.