La violación como arma de guerra: Día Internacional para la Eliminación de la Violencia Sexual en los Conflictos
Una investigadora de la UNC analiza por qué la comunidad internacional entiende a estos hechos aberrantes, no como “daño colateral”, sino cómo estrategias sistemáticas para dominar y desmembrar comunidades por generaciones. ¿Cuáles son los desafíos pendientes? [19.06.2025]
Por Mariela López Cordero
Colaboradora UNCiencia
Instituto de Estudios Sobre Derecho, Justicia y Sociedad (Idejus)
mlopezcordero@conicet.gov.ar
En 1994 el estado de Ruanda, llevó a cabo un genocidio dentro de sus propias fronteras contra la población Tutsi. En sólo 100 días fueron asesinadas 800 mil personas. Entre 250 mil y 500 mil mujeres y niñas tutsis fueron violadas. Entre 2.500 y 5.000 violaciones por día. Pero la violencia contra las mujeres –y en razón de su género– no se detuvo allí: incluyó también mutilación genital, amputación de pechos, esclavitud sexual, aborto y matrimonio forzados.
“Estos actos de violencia fueron sistemáticos, masivos, planificados y constituyeron una parte central del proyecto genocida. Sus consecuencias fueron transgeneracionales: nacieron más de 5.000 bebés producto de estas violaciones”, cuenta Hipatía Parodi, becaria postdoctoral del Instituto de Estudios sobre Derecho, Justicia y Sociedad (Idejus, UNC-Conicet).
Además, esta violencia fue empleada como arma biológica, ya que muchos de los perpetradores eran portadores del VIH y fueron desplegados deliberadamente en el terreno con el objetivo de propagar la enfermedad. Como resultado, aproximadamente el 70% de las víctimas contrajeron el virus. “Tal fue la gravedad de los hechos que el Tribunal Penal Internacional para Ruanda sentó un precedente histórico al reconocer que la violación puede constituir un acto de genocidio”, explica la investigadora.
A pesar de la crudeza del genocidio de la población tutsi, la violencia sexual contra mujeres y niñas en el marco de los conflictos armados, no es una excepción. Por el contrario, para los estados, ejércitos, grupos terroristas o, incluso, fuerzas internacionales, el cuerpo de las mujeres es un campo de batalla simbólico. La violencia sexual se convierte así en una herramienta de guerra, un mensaje de dominación y un medio para desarticular el tejido social de las comunidades.
Un ejemplo más reciente es la guerra entre Ucrania y Rusia. Desde el inicio del conflicto, la ONU y Amnistía Internacional han denunciado casos de violencia sexual, cuyas víctimas son civiles y prisioneros de guerra, tanto mujeres como hombres. Además de visibilizar la situación, los organismos internacionales intentan implementar acciones para prevenir y responder a esta violencia en los centros de atención, con formación de las autoridades y se debaten leyes para reparar a las víctimas.
Sin embargo, durante décadas esta realidad permaneció invisibilizada y sin registros, siempre interpretada como efecto colateral o producto de excesos. Recién en 2015, se firmó un documento que cambiaría la historia: la Resolución 69.293 de la Asamblea General de la ONU que proclama el 19 de junio como el Día Internacional para la Eliminación de la Violencia Sexual en los Conflictos. Así, los 190 estados firmantes plasmaron un compromiso internacional para reconocer la necesidad de poner fin a estas prácticas, así como de honrar a las víctimas y supervivientes.
Para los Estados, ejércitos, grupos terroristas e incluso las fuerzas internacionales, el cuerpo de las mujeres es un campo de batalla simbólico (Imágenes de la ONU).
La importancia de la resolución y el camino recorrido
Desde la creación de la ONU, en la década de 1940, los conflictos armados fueron abordados desde una perspectiva netamente patriarcal, donde las mujeres y los niños eran víctimas pasivas, daños colaterales de las guerras y enfrentamientos.
Pasaron 70 años para que una resolución visibilizara la problemática de la violencia sexual contra las mujeres en contextos bélicos, como un problema estructural a ser observado, registrado y atendido. De esta manera, se reconoció que estas violencias –lejos de ser ejecutadas de manera aislada por soldados desbordados– son estratégicas y se utilizan sistemáticamente como arma en los conflictos y como herramienta de amedrentamiento colectivo y poder político.
“La violencia sexual en contextos de guerra no se limita al cuerpo de las mujeres: atraviesa a toda la comunidad. Es una herramienta de dominación que impone la descendencia del enemigo, quebrando linajes, deshonrando identidades y destruyendo vínculos”, explica Parodi, doctora en Derecho y Ciencias Sociales y magister en Relaciones Internacionales.
Y agrega: “Rompe el tejido social, forzando a familias enteras al desplazamiento y dejando sus territorios desprotegidos, listos para ser saqueados”.
Por otra parte, esta violencia tiene agravantes muy difíciles de superar por el contexto en el que se encuentran. Estas mujeres están silenciadas, carecen de recursos económicos o estratégicos para escapar de esas situaciones, así como de acceso a mecanismos de protección o reparación. De hecho, muchas veces la violencia viene por parte de quienes deberían protegerlas, como ocurre en los campos de refugiados, donde operan fuerzas internacionales de paz.
Feminismos y desafíos actuales
Parodi señala que los avances normativos en torno a la violencia sexual en contextos de conflicto son, en gran medida, resultado de la incidencia histórica de los movimientos feministas. “Lejos de limitarse a una interpretación y comprensión, la perspectiva de género fue el motor que impulsó el reconocimiento internacional de estas violencias como una problemática estructural y sistemática”, comenta.
Y advierte: “Esta mirada también habilita a una expansión del marco analítico, integrando las experiencias de identidades de género disidentes, cuyas vulnerabilidades siguen siendo profundamente invisibilizadas en los escenarios bélicos y posbélicos”.
Por otra parte, reconoce que las resoluciones de la Asamblea General de la ONU tienen un carácter principalmente recomendatorio. “La fuerza no reside en su obligatoriedad jurídica, sino en la presión política que ejercen. El hecho de que 190 estados hayan votado una resolución representa un ejercicio significativo de poder blando o soft power a nivel internacional”, destaca.
Sin embargo, en la práctica, se plantean numerosos obstáculos a la hora de proteger efectivamente a las víctimas, de exigir que los perpetradores rindan cuentas y de garantizar una reparación integral.
Parodi enfatiza que el principal desafío radica en el acceso a la justicia y en la erradicación de la impunidad. “Es imprescindible establecer mecanismos judiciales —ya sean nacionales o internacionales— que, en primer lugar, amparen a las víctimas y, posteriormente, aseguren una reparación plena conforme al principio de reparación integral consagrado en el derecho internacional”, apunta.
Para que todo esto ocurra, es indispensable fomentar y fortalecer la investigación académica en esta materia. “Solo será posible asumir plenamente la responsabilidad jurídica derivada de estos hechos, si somos capaces de identificarlos, conceptualizarlos y comprender cabalmente su dinámica. Esto exige un abordaje riguroso, interdisciplinario y comprometido”, concluye Parodi.
Hipatía Parodi es becaria posdoctoral en el Idejus. Durante su doctorado investigó la responsabilidad internacional de la ONU por hechos ilícitos cometidos en el marco de las operaciones de mantenimiento de la paz, focalizándose en delitos sexuales perpetrados por Cascos Azules contra mujeres y niñas en campos de refugiados. Su actual investigación se titula: “Violencias sexo-genéricas en la provincia de Córdoba: la responsabilidad internacional del Estado argentino”.
Fecha de publicación: 19 junio, 2025