Un nuevo sentimiento generacional

Por Juan Pablo Abratte
Profesor Adjunto a cargo de Historia de la Educación Argentina, Ciencias de la Educación, FFyH UNC
Decano de la Facultad de Filosofía y Humanidades UNC

La Reforma Universitaria del 18 constituye, sin lugar a dudas, uno de los hitos/mitos históricos más relevantes de la historia política, cultural y educativa argentina y latinoamericana. Los rasgos principales del escenario político y cultural en el que emerge el movimiento reformista están signados por los efectos de la Primera Guerra Mundial, la emergencia de la Revolución Rusa y, en la Argentina, la sanción de una nueva ley electoral y el acceso del Yrigoyenismo al gobierno nacional, representando a sectores antes excluidos de la vida política.

En ese contexto, el movimiento reformista surge, como un “nuevo sentimiento generacional” donde “el eje de ‘lo viejo’ y ‘lo nuevo’ era más importante que el que separaba a derecha e izquierda. Autonomía de la universidad y participación de los estudiantes en el gobierno de la institución fueron los puntos esenciales de la Reforma que, junto al laicismo y la ‘extensión universitaria’, se organizaron en pocos años en doctrina” (Sigal; 2002)1.

Si bien el movimiento surge en contraposición a un modelo de universidad aristocrática, retrógrada en sus conocimientos y métodos, y clerical en su posición ideológica, sus proyecciones en otros planos de la realidad social y política fueron relevantes. Este es uno de  los aspectos que ciertas visiones de la Reforma han ocultado, promoviendo una mirada del movimiento centrada en las demandas de transformación institucional y académica de las instituciones universitarias más que en las luchas por la transformación social y cultural.

El modelo de universidad que representaba Córdoba en las primeras décadas del siglo XX era sin dudas anacrónico tanto en sus componentes políticos como académicos. Los estudiantes se rebelaron contra un modelo de enseñanza clerical y dogmática, contra la mediocridad del profesorado, contra el oscurantismo y la obturación de la ciencia moderna en la formación universitaria, también contra la mediocridad intelectual y pedagógica de los docentes.

Todos estos elementos constituyeron, sin lugar a dudas, los componentes académicos y políticos que articularon un movimiento estudiantil heterogéneo en sus posiciones ideológicas y sociales, acompañado por un grupo de intelectuales en los que confluían distintas corrientes de pensamiento filosófico, político y pedagógico.

Sin embargo, los posicionamientos político-pedagógicos del movimiento estudiantil reformista nunca pueden considerarse de un modo aislado respecto de las demandas de reforma social que sostenían. Tanto en el momento en que la Reforma se despliega en el fragor de la lucha, como en sus derivaciones y proyecciones históricas, algunos sectores han pretendido reducirla en sus propósitos de reforma interna de la universidad, ignorando sus proyecciones sociales, políticas y culturales.

Es verdad que algunos aspectos de la fisonomía actual de la universidad pública latinoamericana pueden encontrarse entre los principios reformistas, pero vale la pena poner en cuestión ese componente mítico de la Reforma, que parece establecer de modo fijo su legado.

Principios como la autonomía, el cogobierno, la libertad de cátedra o los vínculos con la comunidad, enfrentan hoy los embates de modelos neoliberales, que pretenden reducir las funciones de las universidades a meras instituciones de formación profesional y técnica.

Desde esa perspectiva, se desconoce el legado de un movimiento que cuestionó profundamente la mera formación profesional como función central de la universidad pública, promoviendo la investigación, la creación artística y cultural, la extensión universitaria y la búsqueda de una universidad estrechamente vinculada a las problemáticas sociales y a la formación de sujetos críticos.

Los reformistas realizaban un claro diagnóstico de la universidad en el Manifiesto Liminar del 18: “Las universidades han sido hasta aquí el refugio secular de los mediocres, la renta de los ignorantes, la hospitalización segura de los inválidos y –lo que es peor aun– el lugar en donde todas las formas de tiranizar y de insensibilizar hallaron la cátedra que las dictara. Las universidades han llegado a ser así el fiel reflejo de estas sociedades decadentes que se empeñan en ofrecer el triste espectáculo de una inmovilidad senil. Por eso es que la Ciencia, frente a estas casas mudas y cerradas, pasa silenciosa o entra mutilada y grotesca al servicio burocrático. Cuando en un rapto fugaz abre sus puertas a los altos espíritus es para arrepentirse luego y hacerles imposible la vida en su recinto. Por eso es que, dentro de semejante régimen, las fuerzas naturales llevan a mediocrizar la enseñanza, y el ensanchamiento vital de los organismos universitarios no es el fruto del desarrollo orgánico, sino el aliento de la periodicidad revolucionaria”.

La lucidez de ese diagnóstico no solo se refiere a un modelo de universidad, que tanto en lo académico como en lo político evidenciaba rasgos de inmovilidad, insensibilidad y mediocridad. Centralmente, cuestionaba la función social y política de la universidad en sus vinculaciones con la sociedad en su conjunto. Este carácter revolucionario de la Reforma, sus posicionamientos más críticos, su carácter de transformación social, ha intentado negarse, desde los orígenes del movimiento reformista hasta el presente.

Desde esa perspectiva, la Reforma podría instalarse en una trayectoria de modernización de la universidad pública argentina, que en el 18 tuvo que luchar contra un modelo clerical de organización institucional y académica y hoy debería actualizar su legado en torno a las propuestas modernizadoras propias del siglo XXI (nuevas tecnologías, flexibilización curricular, adecuación a las demandas sociales –entendidas como demandas del mercado–,  internacionalización de la educación superior, etcétera).

Todos estos debates deben ser encarados, y nadie que pretenda honrar los legados reformistas puede dejar de reconocer la necesidad de ampliar esas discusiones. Sin embargo, cualquier discusión que se encare a nivel institucional y político no puede dejar de tener en cuenta que, así como hace cien años las tensiones entre Iglesia y Estado tenían todavía una expresión claramente política en el espacio universitario, hoy ese espacio está signado por nuevas tensiones entre Estado y Mercado. Cualquier proceso de reforma que se pretenda impulsar debe producirse a partir del reconocimiento de estas tensiones, que se expresan claramente en el espacio universitario hoy.

Procesos de mercantilización de los conocimientos, de fragmentación de los campos disciplinarios, de profesionalización corporativa –con escasos contenidos de formación crítica en las carreras de grado–, procesos de expansión y fortalecimiento del posgrado como estrategia de especialización profesional, retracción de políticas de inclusión estudiantil y seguimiento de las trayectorias académicas, son todos  fenómenos que estuvieron presentes en las políticas universitarias de los años 90 y que hoy vuelven a impactar en el sistema universitario argentino.

Son estas cuestiones las que debemos  debatir a cien años de la Reforma, si queremos que el centenario nos permita vislumbrar “una vergüenza menos y una libertad más”.

Notas
1 – Intelectuales y poder en Argentina. La década del sesenta, Siglo XXI editores, Buenos Aires, 2002.