Deodoro insurgente. Entrevista con Cristina Kikí Roca

Cristina “Kikí” Roca, la artista cordobesa y nieta del emblemático reformista, dialogó con UNCiencia sobre cómo desmitificó la figura de su abuelo a través del arte contemporáneo y cómo humanizó esa imagen que con los años fue ganando envergadura en el imaginario colectivo. En esta nota, Kikí repasa sus vivencias en el campo artístico y en la docencia, y profundiza sobre cómo las miradas y gestos pueden pasar de una generación a otra. [18.04.2018]

Por Eloísa Oliva
Redactora UNCiencia
Prosecretaría de Comunicación Institucional – UNC
eloisa.oliva@unc.edu.ar

Cristina Roca es artista y docente de artes visuales. A mediados de los 90, en el marco del colectivo “Las chicas del chancho y el corpiño”, realizó con Alicia Rodríguez, Marive Paredes y Bibiana Oviedo, una serie de obras tuvieron gran impacto público y una profunda repercusión personal: la artista se replanteó su lugar y su producción en el campo del arte. También, fue la primera vez que la emparentaron con su abuelo, el reformista Deodoro Roca.

En noviembre de 2017, realizó la muestra Difícil tiempo nuevo en el Museo Municipal de Bellas Artes Genaro Pérez. La exposición consistía en un diálogo entre el pasado y el presente, a través de la figura de Deodoro, autor del Manifiesto liminar y de una vasta obra que recorre la política, la estética y la crítica literaria.

UNCiencia conversó con ella, y en la charla se fueron desplegando, como mapas que se entrecruzan, la historia social y la íntima, su producción, los vínculos, en un permanente movimiento de intersección entre lo personal y lo político, con el espacio del afecto como catalizador de toda práctica.

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Es un mediodía de otoño de 2018, Kikí, un apodo que prácticamente desalojó su nombre de pila, nos recibe en su casa del barrio de Granja de Funes. Nos sentamos bajo los árboles, cuyo murmullo quedará grabado en la conversación. De vez en cuando, un avión cruza el cielo.

En el transcurso de la charla, irán apareciendo diversas piezas relacionadas con Deodoro, como la compilación que su amigo Gregorio Bermann, también reformista, hizo de sus artículos y textos dispersos, El difícil tiempo nuevo, y de la que Kikí tomó el título de su muestra. O la cabeza de yeso que descansa en su living, obra de Alberto Barral, el mismo escultor del oso polar que hoy está emplazado en la puerta del Museo Emilio Caraffa.

A pesar de la cercanía temporal, la artista resalta que la exposición no estuvo vinculada al centenario de la Reforma Universitaria, sino que más bien resultó una casualidad. Poder realizarla tuvo más que ver con el modo en el cual se relaciona con la imagen de su abuelo. Y en el arte contemporáneo encontró la plataforma ideal para desmitificar muchas cosas, como por ejemplo la idea de genio, construida en torno a Deodoro.

“Ahora puedo decir que Deodoro dejó de ser una figura pesada para mí. Ya no lo vivo así y por eso pude hacer la muestra. Es un proceso que va más allá del arte y tiene que ver con desmitificar a este personaje, poder mirarlo también con sus errores; humanizarlo, en definitiva. Y por eso también hoy puedo meterme en sus textos y rearmarlos como se me ocurra”, señala.

A Kikí le interesaba observar especialmente el Deodoro “menos leído, menos nombrado y más problemático: el que cuestiona todos los lugares políticos y sociales, el que fomenta la rebeldía; el socialista, el que critica los dogmas”, según apunta.

“Todo ese andamiaje, ese perfil de Deodoro, es el que quedó relegado. Es de lo que hablaba también mi padre cuando decía que mi abuelo había sido olvidado. Es el Deodoro exaltado del Manifiesto, que anticipa su posición crítica, pero que no se agota allí”, completa.

Difícil tiempo nuevo

Para la exposición, Kikí reeditó un número de Flecha, periódico dirigido por Deodoro y que publicó el Comité Pro Paz y Libertad de América entre 1935 y 1936, con un total de 17 números.

En Córdoba, solo quedan cinco ejemplares, resguardados por el Museo Casa de la Reforma, que fueron puestos a disposición de la artista. De ellos, Kikí eligió parte de un ejemplar, que abordaba problemáticas latinoamericanas y traía artículos sobre un congreso: “Artistas, gremios y trabajadores”.

En la sala donde se montó la muestra, había otros textos sobre las paredes. Eran una selección extraída de Las obras y los días, sección que Deodoro escribía para el diario cordobés El País, durante la segunda mitad de la década del 20. En este caso, la selección incluyó notas que tenían que ver con política, sociedad y economía, vinculadas con ese perfil crítico que le interesaba destacar de su abuelo.

– ¿Cómo fue la producción de la muestra?

– Cuando comencé a pensar cómo trabajar el archivo, me hice la pregunta que todos los artistas nos hacemos: cómo materializar. Hice todo un trayecto en ese sentido. Primero, en el marco de Habitable, proyecto al que me invitó Fabio Di Camozhi (artista local). Ahí trabajé arduamente con fotografías, textos, fragmentos de documentos. Pero me di cuenta que estaba cayendo en una estetización del archivo y eso no era lo que quería hacer. Empecé a sentir que tenía que ser más limpio, y ahí los imaginé como textos, que la gente fuera  y leyera si quería. La idea fue sacar el archivo de lo privado.

– ¿Qué te interesaba hacer con esos textos?

– Marqué los que de alguna manera iban haciendo un derrotero que a mí me hacía eco. A esos textos, que previamente había marcado en los libros, los subrayé en rojo. Hay toda una serie de cuestiones históricas que quedan afuera, pero yo intenté destacar los que tienen más que ver con una postura frente al conflicto, un señalamiento del conflicto.

Por ejemplo, hay un texto que se llama El imperialismo invisible. Siempre me interesó mucho porque va desmantelando qué es el imperialismo, cómo se va produciendo. Desde el territorial, al que Deodoro llama “imperialismo del kilómetro cuadrado”, hasta el imperialismo invisible, que hoy está potenciado y que tiene que ver con lo comercial, el capital cultural y el monopolio.

Eran notas que alentaban un cuestionamiento del poder, del manejo cultural. También hay artículos donde va desmantelando el tema de la manipulación y los silencios de la prensa. Todos me parecían muy importantes, porque tenían que ver con lo que está pasando actualmente.

En la sala, además de los textos en las paredes y el ejemplar de Flecha, estaba la cabeza en yeso de Deodoro que hizo Alberto Barral. En realidad es una copia de la original, hecha en bronce y emplazada en Ongamira. La artista vistió la cabeza con un pasamontañas inconcluso, hecho por ella, que todavía estaba siendo tejido y caía bajo las agujas.

“Durante 2016 y 2017, cuando visitaba a mi mamá, ella tejía. Ha perdido mucho el lenguaje y le cuesta mucho expresar lo que piensa o siente. Entonces tejíamos y la charla pasaba por ahí: colores, formas. Paralelamente, yo iba a curiosear a su casa, que se estaba desmantelando; fui al garage para ver si la cabeza de Deodoro seguía ahí, y sí, estaba. Entonces lo vi clarísimo y empecé a pensar en la muestra”, relata Kikí.

– ¿Y el pasamontañas, por qué?

– Por dos cosas. Por un lado, es parte del imaginario revolucionario, señalaba al Deodoro insurgente, el incómodo; pero también resignifica el contenido que yo venía trabajando en la pintura: el camuflaje. Mi preocupación venía por cómo nos vamos mimetizando, los mecanismos de defensa que tenemos frente a lo colectivo. La pintura no me alcanzaba, y creo que logré resolverlo así.
Con el pasamontañas puesto, Deodoro pasa a ser uno más. También, me parecía un símbolo muy desprestigiado: el camuflaje es algo que está mal visto por la sociedad, hoy alguien con pasamontañas es tomado como peligroso. Y todo eso con una cabeza que es una copia, hecha por un español exiliado que terminó haciendo obra acá en Córdoba. En ese sentido, tiene que ver con la idea de ir en contra del monumento.

– No te quedaste con el Deodoro institucionalizado

– Exactamente, abordé su otro costado, al cual resignifico. Y donde resignifico una labor, que tiene que ver con lo más revolucionario, lo anticlericlal, antifascista.

La flecha y el chancho

En la editorial del primer número de Flecha, Deodoro escribía: “La risa es, en ocasiones, la flecha más aguda y más certera”. El humor, rasgo por el cual era conocido, no es ajeno a la nieta, que resume lo hecho con el colectivo “Las chicas del chancho y el corpiño” como “Sacar el chiste a la calle”.

Desde 1995 a 1998, el grupo que conformó junto con Alicia Rodríguez, Marive Paredes y Bibiana Oviedo, realizó ocho intervenciones en el espacio público. La primera de ellas fue el Chancho, que se colocó junto a la Casa Radical el 10 de agosto de 1995, después del dictado de la Ley de emergencia provincial  por parte de Ramón Mestre (padre), entonces gobernador.

El Chancho fue “detenido” por la policía y luego liberado tras la presentación de un habeas corpus. “Mi padre se enteró de todo esto por el noticiero. Y me llamó: “Cristina, mañana vení que quiero hablar con vos, necesito contarte algo”.

“Mi viejo ya estaba enfermo, murió de esclerosis múltiple, y me contó las anécdotas de mi abuelo. Por ejemplo, la vez que salió con un grupo de amigos a vestir las estatuas del centro de Córdoba (25 de octubre de 1940), en respuesta a la censura a una obra de Ernesto Soneira para el Salón Oficial de pintura. Para mí fue muy impresionante, porque me di cuenta que era el mismo espíritu. Evidentemente hay cosas que se heredan, más allá de lo que una quiera”, ilustra Kikí.

Cristina Kikí Roca nació en Córdoba en 1961. Es docente en la Escuela Superior de Bellas Artes Figueroa Alcorta hace 20 años. Como artista, ha realizado numerosas exposiciones entre las que se destacan Deshabitantes, El arte a la calle (con el colectivo Las chicas del chancho y el corpiño), Qué va a ser una (con el colectivo Costuras urbanas), La piel soporta, Qué difícil evitar las caricias en el pelo, entre otras (*).
Deodoro Roca nació en Córdoba en 1890 y murió en la misma ciudad en 1942. Fue uno de los pensadores más heréticos, sugerentes y heterodoxos del continente. Fue uno de los principales ideólogos de la Reforma Universitaria y el redactor del Manifiesto Liminar. Editor y redactor del periódico Flecha y de la revista Las comunas. Fue director del Museo Provincial Soremonte (entonces Museo Histórico Colonial) e iniciador de varios organismos de lucha, como el Comité Pro Presos y Exiliados de América o el Comité Pro Paz y Libertad de América (*).
Notas
* Tomadas del folleto institucional de Difícil Tiempo Nuevo.

Un desorden vital

Deodoro, considerado por Ezequiel Martínez Estrada como el escritor político argentino más importante del siglo XX, produjo una extensa obra a la que no parece haberle dado demasiada importancia, y que nunca llegó a organizar en un libro.

“Era un desordenado”, dice Kikí. “Cuentan que mi padre, que era súper prolijo y meticuloso, tenía su cuarto de niño hecho una perfección, y que mi abuelo muchas veces se iba ahí, porque en ese lugar podía despejar la cabeza”.

Sin embargo, la nieta ve en este gesto algo más profundo. “Creo que tiene una razón, que ese desorden no es casual. El no escribir un libro, no pensar en hacer una carrera, tiene que ver, tal vez, con la idea de la cooptación, con que te encasillen en un lugar”, señala. “Cuando él hablaba de un espíritu libre, a mí me parece que estaba hablando de eso”.

Pero, añade: “Para él, esto funcionaba así excepto en la política, campo en el que sí participó de manera más sistemática”. Roca fue fundador, entre fines de la década del 20 y la del 30, del Comité Pro Presos y Exiliados de América, del Comité Pro Paz y Libertad de América, y de las filiales cordobesas de la Unión Latinoamericana y de la Liga Argentina por los Derechos del Hombre, entre otras.

“Me da la sensación de que en el lugar de la política no tenía problema. Ahora, que lo llamaran artista, escritor, me parece que no eran lugares donde estuviera cómodo. Ciertas cosas de estas yo no sé si las tomo de él o las heredé. Más allá de lo anecdótico, me siento identificada en esta cosa de no quedar cooptada”, explica Kikí.

“En la conversación encuentro los momentos más creativos”

“En la conversación encuentro los momentos más creativos”

UNCiencia dialogó con Cristina Kikí Roca sobre el doble lugar que habita como artista y docente de artes. Sus visiones en torno a las prácticas, a lo colectivo, y una revisión por la serie de intervenciones hechas en la segunda mitad de la década de los 90 y que se convirtieron en icónicas.

– En torno a lo producido en el marco de Las chicas del chancho y el corpiño, ¿cómo surgió la idea de obras en el espacio público?

– Era el contexto de la gran desilusión democrática de mediados de los 90, con la corrupción menemista y angelocista. Había una sensación de vacío, las manifestaciones no producían ningún efecto; y nos motivó el impulso de querer hacer algo por fuera de lo institucional del arte, hacer una experiencia en la calle.
Cuando hicimos las obras, el mismo sistema del arte, el medio en el cual nosotras nos movíamos, se preguntaba si esto era o no arte. Yo creo que era una necedad. En todo caso, abría una discusión sobre qué estábamos entendiendo como arte y por qué esto no lo sería.
La clave me la dio (Carlos) Ortiz, el humorista de La Voz del Interior, que empezó a hacer un diálogo con nosotras desde las páginas del diario, sacando chistes en relación a nuestras obras.
Todo eso para el campo del arte podía ser reduccionista. En aquel momento se hablaba mucho de la “obra abierta” y esto era una clara contraposición: era explícito, con un lenguaje popular. Estaba traduciendo un descontento, pero no entraba en problemáticas existenciales o preocupaciones más intelectuales. Sí formaba parte de una discursividad latente, viva.

– ¿Y qué repercusiones tuvo para ustedes como artistas?

– En ese momento, yo tenía intención de seguir una trayectoria en el campo del arte, pero de ahí en más, sentí que no iba a poder volver a pintar. Sin darme cuenta, estaba generando una ruptura con mi propio trabajo.
Todo lo que fue pasando me llevó a un lugar que no tenía ni imaginado. Se nos acercaron personas de diferentes disciplinas, como de ciencias de la comunicación, de ciencias políticas. Nos escribían muchísimos tesistas, para cada uno leer esto que habíamos hecho desde su  propia óptica. Nos invitaban a reuniones, encuentros con gremialistas, etcétera. Se había convertido en un fenómeno.
Nosotras discutíamos sobre el punto de la estetización o no de a calle. Era todo incómodo, todo era cuestionable, pero era esa la potencia, la de algo que no se puede definir. Mucho tiempo después, yo lo sinteticé en esa frase de “sacar el chiste a la calle”.

– ¿Qué importancia le das a lo colectivo desde tu labor en el campo del arte?

– Lo que me interesa es la vivencia, el proceso. Para mí el vínculo con el otro es lo que me resulta fundamental. Porque no sé si tiene mucho sentido que las cosas queden solo en uno.
Me parece que el compartir con lo colectivo, el compartir la vivencia, la amistad, el diálogo, es lo que vale la pena. Por ejemplo, una cosa que siempre me molesta es que, en artes, no se hable de los procesos. Tiene que haber una clínica, una instancia especial para hablar de los procesos. ¿Por qué?, ¿por qué no se habla más abiertamente, como problema cotidiano? No como algo excepcional, reservado para un momento particular.
Me parece que esa separación entre lo personal y lo profesional no es buena.  Porque entonces pareciera que las cosas importantes no estuvieran mediadas por la amistad y el conocimiento del otro, sino que tienen que ser objetivas, distantes. No me parecen lugares interesantes, son deshumanizadores, alienantes. En cambio, es en la conversación donde yo veo los momentos más creativos.

– Para cerrar, ¿cómo te relacionás con la docencia?

– Para mí, la práctica docente se inicia como una necesidad de reparación. Nunca pensé en ser docente, no quería parecerme a los que había tenido. Solo tres profesores me interesaron, y eso porque había una relación. Si no había una relación medianamente afectiva, no me interesaba; el conocimiento por el conocimiento mismo no me resultaba interesante.
En algún momento empecé a pensar en la docencia como una opción y armé un taller para niños en mi casa. Y esa experiencia me encantó. Después estuve en un colegio secundario y finalmente llegué a la Figueroa Alcorta, donde me había formado como artista y donde doy clases hace 20 años.
La docencia se convirtió en otra ventana para mirar el mundo. La relación con los estudiantes es de lo más lindo que me ha pasado. Y fue todo un hallazgo, ver que yo podía hacer una cosa completamente distinta a lo que habían hecho conmigo.
Fue entonces cuando leí más lo que Deodoro escribió sobre la enseñanza, sobre la institución. Él dijo que si no hay una relación espiritual con el niño, es imposible que se fecunde una educación. Habló de una relación amorosa que hay que construir. Es parte de lo que pensaba el movimiento reformista, que apuntaba también a modificar el vínculo con el estudiante.