La Reforma del 18. Un tiempo para nuestro tiempo

Por María Paulinelli
Profesora Emérita de la UNC

¿Cómo pensar la Reforma a cien años de su existencia? ¿Cómo reflexionar desde la memoria siempre ubicua, opaca, intransferible, las posibles significaciones de lo recordado? ¿Cómo entender aquel momento histórico desde la variabilidad de los sujetos, las ideas, los acontecimientos? ¿Cómo conmemorar la densidad de un tiempo que aún nos atraviesa con su vitalidad y transparencia?
Similitudes. Diferencias. Permanencias.

Un tiempo

El final del XIX. El inicio de otro siglo.

Un país se abroquelaba en la posibilidad de “modernización”, pero, también, se detenía en la urgencia de pensarse como “nación”. Se producían cambios en las instancias de conformación social. De allí, la variedad, la mezcla, el torbellino.

Nuevos actores  desdibujaban definitivamente la instancia del “régimen” para hablar de  una incipiente “causa”.

Esos nuevos actores que enterraban definitivamente el viejo país tradicional para delinear el país pujante, “progresista”, hecho del crisol de razas. Pero también de un país, inserto en ese espacio entonces reconocido como América Latina. El mundo nuevo.

Por eso, la necesidad de pensar desde otro lugar. Por eso, las variables diferentes en las establecidas relaciones entre política y saber.

La emergencia del campo intelectual legitimaba esos actores que pensaban y dibujaban otra imagen de país. No una nueva imagen, sino una imagen que mixturaba la tradición con lo moderno, lo nuevo con lo viejo, América con Occidente, el presente con el pasado.

De allí la consistencia de una modernidad que se apuraba en la diagramación de un proyecto de país, pero, también, en la consolidación de una estética y un programa cultural.

Todo eso, explica ese “corrimiento” en la función del intelectual y, en consecuencia, de la institución académica. Asimismo, como recurrencia, a la condición de hombres latinoamericanos.

El Modernismo

Una propuesta englobante de una realidad continental –mejor diríamos, regional– y a su vez de una discutible y permanente relación entre estética y política, entre saber y poder.

Un  nuevo proceso de búsqueda en coyunturales circunstancias: la crisis del positivismo y de su proyecto consolidante y  la emergencia de un nuevo orden con la caducidad implícita de estructuras y valores.
Un espacio, el latinoamericano, condicionaba esta posibilidad y  parecía llamado a ocupar la aparición de un nuevo y definitorio momento histórico.

Se enunciaban valores diferentes: la belleza, el bien, la verdad, el ideal, para definir este hombre habitante de una parte de América, con un destino particular, distinto, acompasado a una dimensión pertinente a un territorio y a una historia.

Un  nuevo proceso en el reconocimiento de la identidad, en la conformación de las naciones, más aun, de la vasta, única nación latinoamericana.

Un mismo espíritu de época se insinúa en el modernismo, se expresaba en el Mundonovismo, y se concretaría finalmente con los jóvenes reformistas del 18: un protagonismo de la juventud en la rectificación de las causas puras, en ese hermanamiento de ética y estética. Una ruptura, una disidencia generacional que sería en primer término de inspiración moral, difuminada entre la “causa” y cierto Socialismo.

La Reforma

Desde Córdoba y proyectándose al ámbito latinoamericano, los jóvenes propusieron y llevaron a cabo una revolución en el conocimiento y en el sistema de producción de ese conocimiento.

Estaba la  necesidad de recuperar el sentido de una epistemología basada en el conocimiento crítico, en la concreción de un `pensamiento y acción’ que devinieran de un repensar y rehacer la realidad. De allí el sentido de reforma: dar nuevo sentido, volver a conformar, revisar, hacer otra vez.

La contestatariedad, el rechazo por lo establecido, la porfiada consecución por la construcción de un mundo diferente son actitudes que definían pero que también, organizaban acciones.

Enunciaban  la necesidad de una ética que suponía las respuestas de una Universidad no ya replegada en un obsoleto sistema de ideas y de hombres, sino abierta a los cambios. Una universidad de todos y para todos. Más aun: esclareciendo la responsabilidad de sus miembros en este “nuevo mundo”.

Mundo doblemente nuevo –decimos nosotros– por ser el continente nuevo y por estar en los inicios de un siglo y de una universidad que arrasaba con ideologías y sistemas perimidos.

Por eso, el compromiso superará las instancias de procedencia social y territorial de los reformistas, y se explayará en una progresión de ciudades y países.

De allí las proyecciones de la Reforma a toda Latinoamérica.

Una protesta que rezumaba una actitud de compromiso, de ruptura, de acuerdo indisoluble entre proyecto de vida individual y social, entre la correspondencia entre la moral y la belleza, entre la ética y la estética. Pero, anclado en un ámbito que había sido fraccionado, al cual se buscaba recuperar: la nación latinoamericana.

Juventud, libertad, Latinoamérica: son los pilares sobre los que se asienta la Reforma.

Ruptura, propuesta de lo nuevo, injerencia de la ética –concluimos nosotros– son los supuestos que movilizaron y movilizan todavía a quienes creemos en los cambios desde este espacio latinoamericano.

Y entonces, la vanguardia

Los jóvenes reformistas se expresaron a través de manifiestos. Una particular forma de enunciación vanguardista.

Los manifiestos virtualizan los cuestionamientos, las rupturas, las propuestas.

Mezclan la reflexividad con la lógica en la contundencia del mensaje elaborado.

Ratifican, en esa carga emocional de su sistema enunciativo, una profunda coherencia interna.

Movilizan acciones. Generan actitudes. Implican decisiones.

Son “los manifiestos”. Puntuales, directos, aguerridos. Por eso el valor performativo que adquiere ese “nosotros” con que determinan el sujeto/los sujetos declaradores de principios, de propuestas, y que remiten a un grupo, una generación, un movimiento.

Los jóvenes son los enunciadores privilegiados. La acción de enunciar manifiestos les pertenece. Les son propios. Y los reformistas se adueñaron de ellos.

Era la posibilidad de expresar esa propuesta que se sentía, se pensaba, se vivía y que habían nominado como Reforma.

Pero además tenían el fuego inextinguible del rechazo de lo viejo y el amor por lo nuevo. De las ansias de revolucionar de una vez y para siempre la universidad y, con ella, la vida entera.

Las palabras se cargaban de poesía, de esperanza, de sueños. Parecía, entonces, que todo se podía.  La vanguardia incipiente unía la vida con la enunciación de esa vida.

Y este, el tiempo nuestro

Han pasado cien años, con sus días y también, con sus meses.  Otros actores. Otros espacios. Otras urgencias. Otro presente.

Pero aquellas propuestas, las del tiempo reformista, aún hoy tienen vigencia. Nos  encolumnan en la construcción de un mundo más humano. Nos proponen la esperanza como meta. Nos ratifican en la irrenunciable necesidad de la educación. Nos señalan el pensamiento como algo esencialmente humano, imprescindible.

Y, entonces, afirmamos que el tiempo de la Reforma es un tiempo para nuestro tiempo.

Tiempo reformista que, en un afán de síntesis de todas sus propuestas, borbotonea todavía: “Los dolores que nos quedan son las libertades que nos faltan”.